Bien es verdad que la imagen de
Blas de Otero ha estado durante mucho tiempo sometida a ciertos lugares
comunes, que no por ciertos dejan de ser el sustento de reiteradas etiquetas
asentadas en el vacío, unas veces académico y otras veces cultural, pero vacío
al fin y al cabo. Cuando muchos de sus primeros poemas, cantados y coreados en
escenarios y reuniones populares y estudiantiles, dejaron de ser eficaces para
ciertas reivindicaciones; cuando los gustos literarios cambiaron y surgieron
otras opciones poéticas y estéticas; cuando el escenario político alcanzó la
“normalidad” democrática; y cuando llegó el tiempo en que el poeta emprendiera
largos viajes que le alejaron de su territorio poético y existencial, fue
entonces cuando pasó a ser el estandarte y el ejemplo fijado de eso que los
libros y manuales de literatura han dado en llamar la “poesía social”, y de
ahí, y en pocos años más, a ser simplemente un clásico, casi siempre mal leído,
y con frecuencia recurrente casi olvidado, siempre perdido en programas y
planes de estudio, en las páginas escasas y siempre iguales de blandos manuales
de historia literaria. Pero también es verdad que la mayor parte de todas esas
etiquetas escolares y de todas las compartimentaciones literarias, dejan de
tener sentido y se desmoronan cuando su obra poética es leída sin prejuicios y
sin limitaciones, con la misma libertad que Blas de Otero siempre quiso y buscó
denodadamente hasta su muerte. Son esos “silencios de Blas de Otero” de los que
Mario Hernández habla en su prólogo a Mediobiografía, antología que
selecciona buena parte de los poemas biográficos del poeta vasco.
Siempre el
mismo, sin embargo hay muchos y distintos espacios y tramos en su obra, aunque
siempre aparezca una única lectura asimilada: “Han pasado los años: sigo vivo,
/ y cansado y tenaz hasta las heces; / cien veces que naciese, tantas veces /
viviera y escribiera como escribo”. Muy pocos han sido los que han tenido en
cuenta los diferentes registros y la evolución de su escritura. Y la mayor
parte de sus estudiosos no han tenido en cuenta, o no han querido resaltar la
fuerza y el cambio que se hacen patentes en sus últimos poemas, en el conjunto
de su obra final. Más de treinta años después de su
muerte, aparece al fin, después también de mucho aguardar y de mucho especular,
la publicación de su tan esperado último libro, Hojas de Madrid con La
galerna (1968-1977) (Galaxia Gutenber/Círculo de Lectores. Barcelona,
2010), con prólogo de Mario Hernández y en edición de Sabina de la Cruz, su
compañera de los años finales y experta conocedora de su escritura y de su
vida. Muchos de los 306 poemas que lo integra, ya habían sido publicados los
últimos 20 o 30 años en diversas revistas, antologías, estudios y
recopilaciones, pero el resto, un total de 161 poemas, “han permanecido
rigurosamente inéditos hasta hoy”, como se señala en la nota editorial. A pesar
de todo, este es un libro inédito: un libro porque su composición, su
estructura conjunta y global, y su calidad poética, así lo determinan, y porque finalmente aparecen todos los poemas, los conocidos y los
desconocidos, reunidos en orden cronológico, como imagen y figura de un tiempo
vital e histórico determinante y decisivo, tanto en lo personal como en lo
colectivo.
Un libro al
fin, que da cuenta de parte de la mejor escritura oteriana, pues es fruto de
una evolución y de una madurez poética dominada a partes iguales por la
serenidad y la perturbación. Un libro de una libertad expresiva envidiable, y
de una fuerza existencial igualmente clarificadora. La muerte se presiente y se
vive ya más que cercana, y sobre ello escribe con decisión y mesura, y con
tenacidad. Un libro que es compendio de formas y de recursos, ejemplo de
modernidad, suma de tradición y de vanguardia, lleno de intertextualidades,
referencias y miradas. Una escrita que hace suya una pureza simbólica nunca
vista en su obra. El texto poético se muestra en su propia autonomía, capaz de
dar cuenta de sus muchos tonos y de sus muchos modos de expresión, desde lo
formal y estilístico, a lo temático e imaginario, y hasta en la misma
estructura del libro. Otero parece desandar su camino en la ruptura de sus
propios recursos, en la búsqueda de una retórica diferente, de declarada y
extrema desnudez, a través del verso libre y del versículo, en la perfección de
sonetos que desbaratan su estructura y esquemas tradicionales, en un habla de tono
bajo, en una poesía en los mismos timbres de la voz del hombre. Parece que por
fin encuentran su sitio en el poema y en la escritura, pues ya estaban en la
obra anterior, una serie de elementos y caracteres que aquí alcanzan definición
plena: discontinuidad y fragmentarismo, uso del collage, disolución de un
lenguaje poético clásico, rupturas de la sintaxis, oscuridades semánticas, una
subjetividad y una intimidad crecientes, lo real junto con lo más personal e
imaginario, desarrollos surrealista. Y todo ello sin perder sus referentes, ni
crear desconciertos ni desarreglos en el lenguaje del poema. Léase entonces
desde aquí el poema titulado “Aproximándose al borde”, cuyos primeros versos
dicen así: “El sol de enero dice los poetas no hacen más que repetirse, / el
mismo ritmo, igual sintaxis, idénticos vocablos, / semejantes imágenes me
tienen ya jodido, / por qué no dicen algo nuevo de una manera distinta / pero
auténtica...”, para acabar el poema acaso de manera más clara y rotunda, a la
vez que enigmática, pues “se puede escribir / sin alcanzar del todo la
originalidad pero aproximándose al borde / de la nada donde todo está ya
dicho”.
La muerte es
una constante del libro, emotiva y honda, pero también lo son la del amor y la
del tiempo, la memoria y la presencia inevitable de los otros. Quizás el modo
sea ahora de mayor intensidad y de más clara pureza, pues libre de anclajes
históricos, el verso alcanza una apertura esencialista mucho más declarada.
Véase sino el juego de imágenes surrealista del poema “Lo fatal”, donde los
temas antes citados se conjugan y mezclan, dando al texto esa anchura de compás
antes también citada. Ahora no hay ya dramatismos, sino que la actitud poética
esta determinada por una conciencia clara de acabamiento, de asunción serena de
lo por venir. En el mismo día que Blas de Otero fue operado de un tumor
canceroso, está el origen de este sencillo y hermoso poema, titulado “Serenen”:
“Dejo unas líneas y un papel en blanco. / Líneas que quiero quiebren la
desesperanza. / Líneas que quiero despejen la serenidad. / Líneas que balanceen
el reposo. / Líneas sobrias / como el pan. / Transparentes como el agua. /
Cuando me lean dentro de treinta años, / de setenta años, / que estas líneas no
arañen los ojos, / que colmen las manos de amor, / que serenen el mañana”. Es
una actitud nueva, y frente a ella el poeta se interroga y se responde, en ese
certero y alto poema que es “Cantar de amigo”, donde a la misma pregunta
inicial de cada verso, “¿Dónde está Blas de Otero?”, se suceden siempre distintas
pero siempre las mismas respuestas: “Está muerto, con los ojos abiertos”. Es la
fuerza de una vida y de una mirada, frente a las cuales, todo lo demás es
accesorio, innecesario. Lo que importa son esas “claras / realidades, / el
resto es literatura, / inútil / literatura para apagar los ojos como esta vela
roja que se alza en la palmatoria de cobre”.
Casi un
diario poético, existencial y vital, colmado de paisajes y de recuerdos, y de
futuros. Una escritura plena de intertextualidades, de referencias y de citas
implícitas, de juegos textuales. Un mundo dominado por la imaginación más real:
“La casa está parada. En la terraza / un hombre abraza a una mujer hermosa. /
Pasa un obrero, un niño, una muchacha... / La realidad desborda”. Frente al
poeta social, al escritor desarraigado, al creador asentado en las técnicas más
tradicionales, en los recursos más poéticos, aparece ahora una voz libre, que
hace de las rupturas su modo y su manera. Una escritura autónoma y ambigua,
simbólica y oscura, inmersa en espacios y escenarios interiores. Aunque
ciertamente compensados por el uso del humor y la ironía, por la aparición de
lo erótico y de las intertextualidades, los poemas de La galerna, que
dan cuenta de los estados depresivos del poeta, son ejemplo de esa oscuridad
interior, de una dificultad vital ante la que no queda sino resistir, vivir el
canto: “esto es escribir llorar a cal y canto / con el canto en mitad de la
frente”. Blas de Otero demuestra con este libro mayor que es posible asumir la
modernidad más absoluta, que tras la larga batalla es posible alcanzar la
expresión poéticas de esas otras cosas que componen la vida. Una voz que hace
poético lo común, un lenguaje común que se desborda de significados, aunque
sólo sea “A veces”: “Escribiendo borroso / viviendo claro / contando / cosas /
sucedidos / del alma / los hombres / países / las palabras un espejo de niebla
/ reflejando palabras / concretas / subconsciente vidriera / de la palabra
directa / inverosímil / adherida a sus adyacentes / silencio / a veces / sólo /
silencio”.
Un libro que es casi
una parábola, un lenguaje trazado en la percepción, una mirada larga y clara,
renovada en sus “ojos abiertos”. Un libro grande de un grande de la poesía.
Blas de Otero supo, casi como ninguno, enfrentarse al ser existencial y al ser
poético, supo buscar esa verdad tan honda y profundamente sentida que hace del acto creador, y de
la vida, una cuestión de riesgo y desafío: “ahora es de noche y tus dientes
trituran un junco verde recién arrancado de la orilla, / tu juventud que recoge
la llave perdida en medio de la calle, / y
vuelve a abrir los ojos / y las manos y la puerta gastada e invulnerable
de mi vida”. Un clásico, más vivo que nunca.
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