Texto leído en la presentación de la lectura poética de Luis Suñén, el viernes 5 de junio, en la Fundación Segundo y Santiago Montes de Valladolid.
Como bien a dicho su amigo Antonio Muñoz Molina haciendo uso de un típica expresión anglosajona, Luis Suñén (Madrid, 1951) es “a man of many hats”: ha sido uno de los mejores editores de España, director adjunto de la editorial Aguilar, director editorial de Alfaguara, Acento y Espasa Calpe y director general de Alianza Editorial. Actualmente dirige la revista de música clásica Scherzo y ha escrito de y sobre música en el diario El País, donde también ha sido crítico literario, además de haberlo sido antes, entre otras, en la revista Reseña, en la revista Ínsula, en la revista El Ciervo y en el diario Informaciones. En Radio Clásica (Radio Nacional de España) dirige y presenta, desde hace ya diez temporadas, el programa Juego de Espejos. Es miembro, desde su fundación, del jurado de los International Classical Music Awards, los premios discográficos dedicados a la música clásica más importantes del mundo. Es autor de una edición crítica de la obra de Jorge Manrique (Edaf, Madrid, primera edición, 1980), de dos antologías de la poesía de Pedro Salinas (Seix Barral, Barcelona, 1984 y Consorcio Madrid Capital Europea de la Cultura, Madrid, 1992) y de los libros de poemas El lugar del aire (Hyperion, Madrid, 1981), Mundo y sí (Pamiela, Pamplona, 1988), El ojo de Dios (El Equilibrista-Universidad Nacional Autónoma de México, México D.F., 1992), Vida de poeta (Ave del Paraíso, Madrid, 1998) y Las manchas de la luna, recogidos bajo el título de El que oye llover. Poesía reunida (1978-2006) (Editorial Dilema, 2007). Un nuevo libro, Volver y cantar (2006-2014), acaba de salir en la editorial Trotta. Es autor, igualmente, de un libro de conversaciones con el director de orquesta Antoni Ros-Marbà, La música (Acento Editorial, Madrid, 1994), y de una adaptación de Zaragoza, de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, con ilustraciones de Pablo Auladell (Edelvives, 2008) y de la edición española de 1001 discos de música clásica que hay que escuchar antes de morir (Grijalbo, 2009). Participa regularmente como profesor de Proyectos Editoriales e Historia de la Edición en España en los cursos de máster en edición y gestión cultural organizados por la Universidad Complutense, Universidad de Alcalá, Universidad Autónoma de Madrid, Universidad Carlos III (Madrid), Escuela de Letras de Madrid, Instituto de Empresa y Fundación Santillana-Universidad de Salamanca.
Ha sido uno de los mejores editores de España, pero creo, estoy convencido, que por encima de todo es poeta, aunque no lo diga y casi lo esconda, pues su modo de hacer y de pensar es poético. Si lo han leído o van a leerlo, se darán cuenta enseguida de la dimensión luminosa de su poesía, de su capacidad celebrativa y en muchas ocasiones iluminativa, en la estela de los mejores poetas en español, desde el Barroco a Jorge Guillén y Gerardo Diego, Gastón Baquero, Claudio Rodríguez, Lezama Lima o José Emilio Pacheco, sólo por citar a los más cercanos, y en la estela también de algunos de los mejores poetas ingleses y americanos, desde Wordsworth, Yeats o Thomas Hardy hasta Robert Lowell, William Carlos William, Wallace Stevens, T. S. Eliot, Kenneth Rexroh, Charles Wright, John Ashbery o Mark Strand, poetas en los que admira, como ha confesado, su libertad de expresión y sus formas de contemplar la realidad por encima de su dicción.
Su poesía se
expresa de una manera en cierto modo engañosa, pues la claridad de las
enunciaciones esconde una complejidad de los trasfondos, como ocurre en la
mejor poesía. Es una de las voces más dotadas, elegantes, inteligentes y
personales del mundo poético en castellano, como demuestra de nuevo con Volver
y cantar (2006-2014), quizás el mejor de sus libros, pues vuelve, de una
manera renovada, a construir y dar cuenta de un mundo a veces extraño, pero
nunca distante y sobre todo inquietantemente humano, que es uno de los rasgos
esenciales de su escritura. Un libro, este recién publicado, que de algún modo
expande su poesía, y donde alcanzan culminación su expresión y pensamiento
poéticos. Renueva, sin olvidar el poder de la razón, esa especie de función sacra
de la poesía y de sus valores de verdad y de belleza, todo gracias a una fusión
de materialidad y de trascendencia, de cuerpos y de luces, de lo visible y lo
invisible, como muy bien queda expresado en el poema titulado “Sobre un texto
de Oglala Sioux Black Elk”:
En la cima de la montaña del mundo
Se ve el mundo. Más allá de lo
Que la vista alcanza el ojo
Comprende y lo que ves
Y lo que entiendes no te
Pertenece. Es la vista de Dios
La que mira por ti y su semilla
La que crece en el centro de
Esa nada que para él es todo
Y para ti es el mundo que ves
En la cima de la
Montaña del mundo.
Su escritura da
cuenta de una experiencia directa de lo real, de una memoria biográfica, de una
geografía individual y personal, donde se hacen presentes datos y hechos
concretos y familiares que, sin embargo, se contraen hasta desaparecer en la
fuerza de unos poemas que de algún modo nos obligan, con una rara coherencia en
la poesía reciente, a reconocer otras formas no habituales de representar el
mundo en el texto, una escritura atenta a describir la pulsión de la materia
verbal en su propio hacerse. Y así, creo, lo dice al final del poema “De la correspondencia de las artes” de su libro “Vida de poeta”: “Un poco (…) como /
el poema, que suma lo que resta, / que disfraza la verdad con ropa usada / para
hacerla más cierta. / La regla es lo común, sólo la práctica / tiene que ver
con lo que dura”.
La música respira
en sus poemas, la música oída y la música de los versos, pues su musicalidad
hace que el sonido sea en sí mismo parte del significado, el vehículo esencial
para dotar de sentido al poema, una música que seduce al lector una vez
instalada en su cabeza, una música verbal creada para hacernos entrar en el
mundo, y este mundo tiene que ofrecer un ritmo distinto del que hay en el
exterior, y es así como “engancha” a quien decide entrar en esa música del
mundo de sus versos, pues entonces el lector siente “como si / pudiera adivinar
el pensamiento / del mundo, todo / se hace claro de repente / y la sombra de
las cosas / se abre como una fruta”. Delicados juegos vocales y delicadas rimas
y gamas sonoras, un marcado eco musical, y una armonía que hace que cada
palabra sea parte de un orden superior. Su poesía es capaz de mecer al lector
entre la ironía y la alegría, entre la justeza de su humor y la amplitud de su
verdad poética. Es un poco eso que Charles Olson llamó el “verso proyectivo”,
en el que la forma no es otra cosa que la extensión del contenido: “Sílaba /
viva en reunión tan quieta / que silencio rebela y no resbala / en sombra nula.
Dice su verdad / y eleva a tal la misma dicha / que en soledad creyera sólo
suerte”.
Es la suya una
sensibilidad omnívora, y de igual modo que unas pocas sílabas pueden marcar la
diferencia entre lo absurdo y lo abisal, otras veces el humor y la seriedad
están unidos inextricablemente. Luis Suñén es, como decía Wallace Stevens y ha
reseñado también Mark Strand, un poeta del clima: tiene un tono reconocible de
inmediato, una sonoridad que obliga a la escucha, un ritmo vital. El suyo es un
mundo verbal, poético, que surge de su propio mundo, de su experiencia del
mundo, y las (sus) palabras crean ideas, crean sentimientos, y esas ciertas
ideas y estados de ánimo, son característicos de una escritura que muestra “la
huella firme / de lo vivo”.
Una de las cosas
que hacen de su poesía un referente único, es cómo logra unir y mezclar el
humor y la elegía con una declarada elegancia, de tal forma que lo cómico, lo irónico,
lo humorístico, nunca se vuelve frívolo ni burdo, ni lo elegiaco llega nunca a
volverse dramático, sino apenas una nota lánguida de fondo. Una mezcla de
melancolía y humor, pues ambos elementos van juntos en el mismo poema, y de tal
modo que la transición entre ellos es casi invisible, y el lector así llega a
ellos sin transición, sin saber cómo ha llegado hasta allí. Antes he dicho
elegía, pero el término que mejor define ese modo poético es el de
contraelegía, al modo en que lo hace José Emilio Pacheco, un máquina expresiva
que, con materiales del común, proyecta “luz no usada” sobre el haz y el envés
de lo real, resolviendo en claridad reveladora lo intrincado, lo recóndito o lo
remoto en lo cercano y vivido. Lean sino los versos finales del magnífico y
memorable poema “The Resurrection”, inspirado en el cuadro del mismo título de
Stanley Spencer, e incluido en Volver y
cantar, cuando llegados a ese momento último de la vida, alcancemos acaso a
saber que “Al fin todo era ya / Principio para siempre”.
Son poemas escritos
entre la metonimia y la metáfora, poemas que toman un trozo de vida para dar
cuenta de la vida, para ofrecer una reflexión, acaso también una enseñanza, un
ejemplo o un consejo, pero a la vez metafóricos en tanto ofrecen un mundo
alternativo, otro, que tiene sus propias reglas y regulaciones, y en el cual
son perceptibles rasgos del mundo, son como cámaras de niebla que crean su propia atmósfera permitiendo que
sean visible en ellos las estelas y las trazas de lo que no es visible o
indetectable de otro modo. Lo que importa es la integridad de ese mundo verbal
y poético creado, o revelado quizás, su-nuestra perpleja familiaridad, esa que
queda en la resonancia, en el eco del tiempo suspendido de la lectura, esa
razón que vuelve y reposa dando “al corazón / la costumbre tan fiera de
saberse”.
Digamos pues, y me
arriesgo a que el poeta me abronque, que la obra de Luis Suñén puede leerse
casi como una sinfonía, poemas y libros que se van sumando, de modo que
llegamos al último movimiento, a este reciente Volver y cantar, con
todos ellos recapitulados. Si en la sinfonía clásica cada movimiento deja atrás
para siempre a los precedentes, sin embargo hay un progreso y una reiteración. Como bien ha dicho Blas Matamoros, hay algo del pasado que no acaba de disolverse en el presente, por decirlo en
términos de la historia. Y es así, como “El que oye llover”, el título de su
obra reunida, como define bien su situación, que más allá es, precisamente, una
actitud.
Como ya dijimos al
inicio, Luis Suñén es un maestro del punto de vista, su originalidad y
especificidad procede de su particular modo de mirar las cosas, de la situación
de su mirada, de su particular modo de mirar la realidad, pues como bien dice
en uno de su primeros poemas: “Nada inventa el mundo / sin tu ojo”; o en otro
mejor cuando dice: “La vista / un hilo / hacia la forma”. Nunca tiene
intención, aunque lo sea, de ser un virtuoso, sino que se sirve de la técnica
para quitar lastre a sus poemas, hacerlos escuetos y vivos, vivaces, intensos y
a la vez accesibles. El resultado es una poesía ágil, vivaz, tranquila y
natural, y sus poemas trabajados artefactos verbales pensados para transmitir
sensaciones con la mayor naturalidad posible, con la claridad y la sencillez de
sus imágenes, haciendo que lo ordinario y cotidiano parezcan algo
extraordinario. Su sentido del ritmo y su buen oído son proverbiales. La vista
y el oído, su verosimilitud y su tangibilidad, su cualidad tangible, hacen,
como una vez dijo Philip Larkin, y así lo apunta también Esperanza López Parada en el
prólogo a El que oye llover, que su
legibilidad sea su credibilidad, en sí íntima celebración de la dicha de vivir
y de amar, “esa extraña revelación de la alegría”.
Aunque la edad no
cambien “ni el hilo / ni la razón / ni la vista”, en sus últimas entregas y
sobre todo en el reciente Volver y cantar, se expande lo privado y el
movimiento de los versos y del poema, crece un anhelo positivo, siempre
presente, que encuentra cierto sosiego en la convivencia o coexistencia de
sujeto y poeta. Una afirmativa vitalidad, una reimaginación del mundo que no
deja de ser un autorretrato, o como esos cuadros holandeses, es la figura
central de un retrato colectivo en el que cada uno es en relación con quienes
le acompañan, con quienes se retrata para sí retratarse. Sus poemas son
perfectos en su ejecución y conmovedores por su belleza, resuenan en nuestras
cabezas, y lo que en ellos pasa es lo que queda, como en ese declarado verso de
José Emilio Pacheco que dice: “Las nubes duran porque se deshacen. / Su materia
es la ausencia y dan la vida”. Su escritura pueda entenderse en sí misma como
una vida, y la suya es una vida de poeta. Como decía en su primer libro,
“Voluntad de vida, / plenitud cierta”. O como dijo Jaime Siles de su escritura,
una “fe de vida”.
La luz: uno de los
aspectos que más me fascinan en la obra de Luis Suñén, es la luz. Es una luz que
matiza contornos y objetos, y que permanece en muchos de sus poemas, son puntos
de luz, lluvia de sílabas que caen sobre los poemas, esa “luz que sólo es
tacto”, “la luz (que) envuelve / el aire”, “la luz” de “un mar en calma”. La
realidad está signada por la luz (por la sombra, los colores), símbolo de la
vida y la esperanza, una luminosidad que presenta las cosas ahí mismo, no para
mirarlas, que también, sino para que sean miradas. La “luz que aún queda” en el
“oscuro mar”, cuando “desgarrada la nube” surge “el arco iris”.
La fuerza de su
escritura es una cuestión de “tono”, y lo digo de la misma manera desafiante
que Hans-Georg Gadamer lo dice en Poema y diálogo, entendiendo tono en
el mismo sentido gadameriano, en el sentido de su raíz griega, entendido como
tensión, como la de la cuerda tensada de la que brota la eufonía. Y que unos
versos y unos poemas y unos libros (la suma de su obra es sólida y con un
estilo compositivo, en el sentido benetiano, que la diferencia del resto)
tengan tono es el verdadero rasgo que define un poema verdadero, auténtico, es
lo que constituye el poema como tal. Y así, sus poemas invitan a una escucha
que el lector debe afirmar, y digo escucha en el sentido en que lo dice Eduardo
Milán: el tema del poema es el poema, y aunque trate de cualquier tema, el
propio lenguaje, la propia estructura del poema, transcienden lo que tratan.
Como dice al final de su poema “Magias”, dedicado su nieto, en ese libro
imprescindible que es Volver y cantar,
la vida al fin es eso:
Es algo parecido a esto, a lo que
Ves todos los días y no entiendes.
Porque no hay nada que entender
Cuando la luna te reconoce y te lleva,
Te despierta y te arrastra más allá
De la niebla del sueño, del espanto
Y la furia, del lugar del que viene
La lluvia interminable,
Dichoso el corazón
Por una vez.
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